LA SOPA ENCANTADA
CUENTO MÁGICO DE ALEMANIA
Hace mucho tiempo, en un viejo mercado de pueblo, vivía un pobre zapatero con su mujer y su hijo Hans. El niño siempre tenía una sonrisa en los labios y, cuando no ayudaba a su padre en el taller, le hacía compañía a su madre, que vendía las verduras que ella misma cultivaba en un puesto del mercado adoquinado.
Un día, una extraña anciana se detuvo ante el puesto. Tenía una mirada penetrante, la nariz larga y puntiaguda y la cara más arrugada que una ciruela pasa.
- ¿Son frescas estas verduras? – preguntó con una voz ronca como la de un gato a medianoche.
- Por supuesto – respondió Hans mientras la vieja revolvía las pilas ordenadas de zanahorias, patatas y cebollas.
La madre de Hans lo cogió de la manga y lo empujó suavemente hacia un costado.
- Yo misma las he cogido esta mañana – le dijo alegremente a la vieja al tiempo que le ofrecía una manojo de zanahorias. No quería ofender a una posible clienta.
- ¡Bah! – dijo la vieja con desdén -. ¡Mi burro encuentra zanahorias mejores que éstas justo al lado del camino! – Y soltó las zanahorias con desprecio.
Hans estaba furioso. Sabía que las hortalizas de su madre eran las mejores del mercado.
- Son las mejores zanahorias que va a encontrar hoy aquí – gritó Hans enfadado -. Si no quiere comprarlas, lárguese.
- Muy bien, caballerito, compraré las verduras de tu madre, pero me ayudarás a llevarlas a casa – dijo la anciana -. Vivo cerca del puente, al otro lado del río.
Hans cogió la cesta cargada y echó a andar detrás de la vieja. Atravesaron el mercado y anduvieron por el camino que daba al puente. Cruzaron el río. Hans se sorprendió al verse en una calle que no reconocía, a pesar de que conocía el pueblo como la palma de su mano. De repente, la mujer se detuvo delante de una casa oscura, abrió la puerta con una llave grande y pesada y empujó dentro a Hans con la cesta de verduras.
Para su sorpresa, Hans se encontró en un salón grande con alfombras exquisitamente tejidas sobre suelos de mármol y cortinas de terciopelo en las ventanas que daban a un jardín maravilloso. Las paredes estaban llenas de pinturas antiguas y una araña brillante iluminaba la estancia desde el techo. Mientras Hans miraba sorprendido a su alrededor, se abrió una puerta en un extremo del salón y apareció un cerdito rollizo con un delantal azul y blanco, que se apresuró hasta la chimenea para poner otro tronco en el fuego. Otro cerdo, también con un delantal azul y blanco, se acercó al momento a Hans y, haciendo una educada reverencia, cogió la cesta de verduras. También apareció un ganso blanco, con un tazón de sopa que colocó sobre la mesa, delante de Hans. El ganso llevaba una cinta roja alrededor del cuello, un delantal rojo y unos zapatos rojos muy pequeños.
- Tienes que probar mi sopa antes de volver con tu madre –dijo la vieja -. Es deliciosa… Verás por qué he insistido en que las verduras fueran frescas.
Hans no tenía hambre, pero pensó que era mejor complacer a la anciana y también tenía curiosidad de ver si volvían a aparecer los cerdos y el ganso. Tomó una cucharada de sopa y después otra. Nunca había probado algo tan delicioso, así que se tomó todo el tazón casi sin respirar. La mujer lo miraba fijamente y, cuando acabó, lanzó una carcajada. Hans, aterrorizado, vio que empezaba a encogerse, cada vez más, hasta que acabó del tamaño de la cuchara. El pequeño niño saltó del taburete y la vieja lo persiguió hasta la cocina, donde cerró la puerta de un portazo.
Los dos cerdos y el ganso se le acercaron y le dijeron que a ellos les había pasado lo mismo. Uno de los cerdos era carnicero y le había llevado carne a la vieja hasta su casa. El otro, era el cocinero del palacio real. El pobre ganso era nada menos que la princesa desaparecida del palacio hacía meses.
Hans les prometió que haría todo lo que estuviese en sus manos por liberarlos del terrible maleficio de la vieja. Él, por lo menos, seguía con su aspecto humano. La princesa ganso le dijo que la sopa mágica de la vieja estaba hecha con una hierba que crecía en un rincón húmedo del jardín.
Durante días, Hans observó y esperó. Luego, esperó y observó un poco más. Un día, por fin, la vieja dejó la puerta lo suficientemente entreabierta para que él se escurriera por el jardín mientras ella miraba hacia otra parte. Encontró la hierba, recogió deprisa un ramillete y, cogiéndolo con fuerza en la mano, emprendió el camino de regreso al pueblo.
Era un viaje peligroso para alguien tan pequeño. Varias veces estuvieron a punto de pisarlo y, en una ocasión, un perro lo arrinconó a ladridos. Pero se las arregló para cruzar el puente y llegar al mercado. Su madre lanzó un chillido cuando vio a su hijo tan diminuto, pero Hans se las ingenió para calmarla y le contó toda la historia. La madre se lo metió en el bolsillo del delantal para protegerlo y fue en busca de su marido.
- Debemos llevar a nuestro hijo inmediatamente al palacio – dijo el zapatero -. He oído que la reina está muy mal desde la desaparición de la princesa. ¡Se alegrará de oír la buena nueva!
Así pues, el matrimonio se puso en camino con Hans en el bolsillo del delantal de su madre. Por supuesto que nadie les creyó la historia cuando llegaron al palacio, y los guardias empezaban a mirarlos mal cuando apareció el doctor real.
- ¿Qué es todo este revuelo? – preguntó -. La reina necesita silencio absoluto.
El zapatero lo oyó y lo llamó frenéticamente con la mano.
- ¡Señor! ¡Señor! ¡Creo que puedo ayudaros! ¡O, mejor dicho, mi hijo!
Por suerte, el doctor ya no sabía qué hacer para curar a la reina, así que estaba dispuesto a aferrarse a cualquier cosa. Levantó las cejas mientras escuchaba la historia del zapatero, y, cuando vio a Hans, las levantó aún más. Sin perder tiempo, mandaron a buscar el carruaje real, y el doctor, el rey (que había aparecido para ver qué era todo aquel revuelo), el zapatero, su mujer y Hans se precipitaron por las estrechas callejuelas hasta cruzar el puente. Pero sólo Hans podía ver el camino que llevaba a casa de la anciana.
- Es evidente que aquí hay un hechizo muy fuerte – murmuró el doctor.
Cuando por fin llegaron a la puerta de la casa alta y oscura, la madre de Hans abrió la puerta con cuidado. ¡Allí estaban los cerdos, la princesa ganso y la vieja! Ésta lanzó un chillido y dio un paso adelante para coger a Hans, pero el niño corrió entre sus pies y tocó uno de ellos con la hierba. Hubo un gran rayo de luz verde, una nube enorme de humo negro y un hedor espantoso… y la vieja desapareció completamente y nunca más nadie volvió a verla.
Hans tocó entonces a los cerdos con la hierba mágica. Apareció un rollizo cocinero con gorro y todo, y la cara delgada del carnicero con un delantal a rayas azules y blancas. A continuación Hans tocó al ganso blanco y allí estaba la princesa, vestida de blanco con rosas rojas en el cabello. Por último, la princesa agitó su varita mágica sobre el pequeño Hans y él también recuperó su aspecto de siempre.
Todos se apretujaron en el carruaje real y volvieron deprisa al palacio. La reina, en cuanto vio a la princesa, saltó de la cama y bailó por la habitación encantada de la vida. El rey convidó a toda la ciudad a un enorme banquete. El cocinero tuvo mucho trabajo y, por supuesto, el carnicero y la esposa del zapatero se encargaron de suministrar la carne y las verduras.
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