El mono Quico
Pues, Señor… Éste era un mono muy mono. Nació en un árbol de la selva y creció en la copa de un pino.
Sus padres le enseñaron, lo primero, a comer coco; al principio le daba miedo el coco, pero enseguida se acostumbró y ya el coco le gustaba más que las natillas. También le enseñaron a columpiarse con el rabo, enganchándolo en las ramas. Y cabeza abajo se columpiaba feliz, viendo correr a los escarabajos, a las hormigas y a los arroyos.
Un día su papá le regañó y le tiró de las orejas porque había cazado a una mariposa y, clavándole una espina en el cuerpo, la cosió al tronco de un árbol.
- ¡Toma, melón sin corazón! – le dijo el padre mono, dándole un coscorrón -. ¡Eres peor que un niño! ¡No tienes que hacer daño a nadie ni a nada! ¡Apréndete esto bien! Y… obedece. ¡Vamos con el mono éste!
Quico, el mono, lloró todo el día como si se hubiese pillado el rabo con la puerta, y luego, por la tarde, su mamá – una mamá también muy mona – le estuvo enseñando a andar sin pisarse un pie con el otro, porque Quico era un poco patoso.
Los señores monos de su calle querían mucho al mono Quico, y cuando hacía alguna gracia le solían dar cinco o diez céntimos para que él comprase cositas.
Su padre le dijo que debía aprender a ahorrar, a guardar el dinero para llegar a tener un montoncito.
- El ahorro es una cosa muy buena, hijo mío. Guarda todo lo que te den en este bote.
- ¡Ay qué lata! – murmuró el mono en voz baja, y desobedeció.
Se lavó en el arroyo, se peinó la cabeza y las patas con un erizo, se puso su traje de marinerito y se fue a dar una vuelta por el bosque.
El mono Quico iba diciendo lo que se dice en el cuento de la hormiguita: “¿Qué me compraré, qué me compraré? ¡Galletas! No, que sólo me dan una por diez céntimos. ¡Nueces! No, que a lo mejor están malas y por fuera no sé adivinarlo. ¡Gusanos de seda! No, que se me escaparán. ¿Qué me compraré, qué me compraré? ¡Colonia! No, que los monos del barrio son muy brutos y se reirán al oler lo bien que huelo… Me compraré, me compraré… ¡Estampitas! No, que tengo muchas. ¡Ah, ya sé! Una caja de betún… No, no, porque yo los zapatos sólo me los pongo los domingos y casi todos llueve, sería tirar el dinero. ¡Me compraré un helado! No, que me dolerá la tripa… ¡Un caramelo! No, que me dolerán las muelas. ¡Cohetes! ¡Me voy a comprar cohetes! No, que me quemaré los dedos. ¡Ah! Ya sé lo que me voy a comprar. ¡Castañas! Castañas asadas, que dan muchas…”.
Cuando ya estaba decidido, después de tanta indecisión, echó a correr por el bosque y, saltando de rama en rama, se dirigió a la calle de los castaños cuerdos, donde la cangura castañera tenía su puesto.
En el camino se encontró debajo de una palmera con un niño descalzo. Era, poco más o menos, como él de alto, pero más rubio. El niño escondía su cuerpo delgado y blanco en un traje muy viejo y con sus pies desnudos chapoteaba sobre un charco.
- ¿Cómo vas descalzo? – le preguntó el mono.
- Tú tampoco llevas zapatos.
- Sí, pero yo soy mono y tú, no. Mis pies están hechos para poder ir descalzo y los tuyos no. Tú eres un niño y no sabes correr por las piedras ni por los espinos ni por el tronco de los árboles, y si lo intentas te harás pupa y te llenarás de heridas. Deberías llevar zapatos.
- Mira, mono; ya te he dicho que soy pobre. Mi padre sólo es leñador; hemos venido desde muy lejos a cortar árboles; cuando me canso, mi padre me lleva a hombros, pero tengo mucho miedo de los elefantes.
- ¡Uh, de los elefantes! Si no hacen nada, son muy buenos y pacíficos, nunca tienen ganas de nada. Si me dijeras de los cocodrilos, ésos ya son otra cosa… Pero yo no quiero que vayas descalzo; te voy a dar este dinero que tengo para que te compres unas zapatillas.
- Gracias, mono. Me acordaré siempre de ti.
Y el niño cogió de la peluda mano del mono la moneda de diez céntimos, le dio un beso al mono y salió corriendo entre los árboles muy contento; pero se le iban saltando las lágrimas.
El mono Quico llegó a su casa, situada en la copa de un árbol muy alto. No funcionaba el ascensor y tuvo que subir andando.
- No me compré nada, lo eché en la “hucha”.
La mona madre, que había visto la escena anterior, le felicitó.
- Sí, mono mío, sí; dar al que no tiene es echar el dinero que damos en una “hucha”. Lo que se da no se pierde.
Entonces se dieron cuenta sus padres de que el mono Quico era un mono muy sabio.
Nuestro Quico llegó a ser presidente de la selva y todos los animalitos le querían. Hasta los tigres y los cocodrilos lo adoraban.
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