domingo, 5 de diciembre de 2010

LA BRUJITA DULCE

La Brujita Dulce

         Había una vez una brujita muy especial, porque era una brujita buena, pero no tenía ni idea de cómo ser buena. Desde pequeñita había aguantado las regañinas de las brujas, que le decían que tenía que ser mala como todas, y había sufrido mucho porque no quería serlo. Todos sus hechizos eran un fracaso y, además, no encontraba a nadie que quisiera enseñarle a ser buena, así que casi siempre estaba triste.
         Un día se enteró de que las brujas viejas planeaban hechizar una gran montaña y convertirla en volcán para arrasar un pequeño pueblo. La brujita buena pensó en evitar aquella maldad, pero no sabía cómo y en cuanto se acercó al pueblo tratando de avisar a la gente, todos se echaron a la calle y la ahuyentaron tirando piedras al grito de “¡largo de aquí, bruja!” La brujita huyó del lugar corriendo y se sentó a llorar junto al camino. Al poco llegaron unos niños que al verla llorar trataron de consolarla. Ella les contó que era una bruja buena, pero que no sabía cómo serlo, y que todo el mundo la trataba mal. Entonces los niños le contaron que ser bueno era muy fácil, que lo único que había que hacer era ayudar a los demás y hacer cosas por ellos.
-      ¿Y qué puedo hacer por vosotros? – dijo la bruja.
-      ¡Puedes darnos unos caramelos! – le dijeron alegres.
La bruja se apenó mucho porque no llevaba caramelos y no sabía ningún
hechizo, pero los niños no le dieron importancia y enseguida se fueron jugando. La brujita, animada, volvió a su cueva dispuesta a ayudar a todo el mundo, pero cuando iba de camino encontró a las brujas viejas hechizando la montaña, que ya se había convertido en un enorme volcán y empezaba a escupir fuego. Quería evitarlo, pero no sabía cómo, y entonces le vinieron a la cabeza un montón de palabras mágicas, y cuando quiso darse cuenta el fuego se convirtió en caramelos y la montaña escupía una gran lluvia de caramelos y dulces que cayeron sobre el pueblo.
         Así fue cómo la brujita aprendió a ser buena, deseando de verdad ayudar a los demás.
         Los niños se dieron cuenta de que aquello había sido gracias a ella, se lo contaron a todo el mundo, y a partir de aquel día nadie más en el pueblo la consideró una bruja mala. Se hizo amiga de todo el mundo ayudando siempre a todos y, en recuerdo de su primer hechizo, desde entonces la llamaron la Brujita Dulce.

EL MONO QUICO

El mono Quico


 Pues, Señor… Éste era un mono muy mono. Nació en un árbol de la selva y creció en la copa de un pino.
Sus padres le enseñaron, lo primero, a comer coco; al principio le daba miedo el coco, pero enseguida se acostumbró y ya el coco le gustaba más que las natillas. También le enseñaron a columpiarse con el rabo, enganchándolo en las ramas. Y cabeza abajo se columpiaba feliz, viendo correr a los escarabajos, a las hormigas y a los arroyos.
Un día su papá le regañó y le tiró de las orejas porque había cazado a una mariposa y, clavándole una espina en el cuerpo, la cosió al tronco de un árbol.
-      ¡Toma, melón sin corazón! – le dijo el padre mono, dándole un coscorrón -. ¡Eres peor que un niño! ¡No tienes que hacer daño a nadie ni a nada! ¡Apréndete esto bien! Y… obedece. ¡Vamos con el mono éste!
Quico, el mono, lloró todo el día como si se hubiese pillado el rabo con la puerta, y luego, por la tarde, su mamá – una mamá también muy mona – le estuvo enseñando a andar sin pisarse un pie con el otro, porque Quico era un poco patoso.
Los señores monos de su calle querían mucho al mono Quico, y cuando hacía alguna gracia le solían dar cinco o diez céntimos para que él comprase cositas.
Su padre le dijo que debía aprender a ahorrar, a guardar el dinero para llegar a tener un montoncito.
-      El ahorro es una cosa muy buena, hijo mío. Guarda todo lo que te den en este bote.
-      ¡Ay qué lata! – murmuró el mono en voz baja, y desobedeció.
Se lavó en el arroyo, se peinó la cabeza y las patas con un erizo, se puso su traje de marinerito y se fue a dar una vuelta por el bosque.
El mono Quico iba diciendo lo que se dice en el cuento de la hormiguita: “¿Qué me compraré, qué me compraré? ¡Galletas! No, que sólo me dan una por diez céntimos. ¡Nueces! No, que a lo mejor están malas y por fuera no sé adivinarlo. ¡Gusanos de seda! No, que se me escaparán. ¿Qué me compraré, qué me compraré? ¡Colonia! No, que los monos del barrio son muy brutos y se reirán al oler lo bien que huelo… Me compraré, me compraré… ¡Estampitas! No, que tengo muchas. ¡Ah, ya sé! Una caja de betún… No, no, porque yo los zapatos sólo me los pongo los domingos y casi todos llueve, sería tirar el dinero. ¡Me compraré un helado! No, que me dolerá la tripa… ¡Un caramelo! No, que me dolerán las muelas. ¡Cohetes! ¡Me voy a comprar cohetes! No, que me quemaré los dedos. ¡Ah! Ya sé lo que me voy a comprar. ¡Castañas! Castañas asadas, que dan muchas…”.
Cuando ya estaba decidido, después de tanta indecisión, echó a correr por el bosque y, saltando de rama en rama, se dirigió a la calle de los castaños cuerdos, donde la cangura castañera tenía su puesto.
En el camino se encontró debajo de una palmera con un niño descalzo. Era, poco más o menos, como él de alto, pero más rubio. El niño escondía su cuerpo delgado y blanco en un traje muy viejo y con sus pies desnudos chapoteaba sobre un charco.
-      ¿Cómo vas descalzo? – le preguntó el mono.
-      Tú tampoco llevas zapatos.
-      Sí, pero yo soy mono y tú, no. Mis pies están hechos para poder ir descalzo y los tuyos no. Tú eres un niño y no sabes correr por las piedras ni por los espinos ni por el tronco de los árboles, y si lo intentas te harás pupa y te llenarás de heridas. Deberías llevar zapatos.
-      Mira, mono; ya te he dicho que soy pobre. Mi padre sólo es leñador; hemos venido desde muy lejos a cortar árboles; cuando me canso, mi padre me lleva a hombros, pero tengo mucho miedo de los elefantes.
-      ¡Uh, de los elefantes! Si no hacen nada, son muy buenos y pacíficos, nunca tienen ganas de nada. Si me dijeras de los cocodrilos, ésos ya son otra cosa… Pero yo no quiero que vayas descalzo; te voy a dar este dinero que tengo para que te compres unas zapatillas.
-      Gracias, mono. Me acordaré siempre de ti.
Y el niño cogió de la peluda mano del mono la moneda de diez céntimos, le dio un beso al mono y salió corriendo entre los árboles muy contento; pero se le iban saltando las lágrimas.
El mono Quico llegó a su casa, situada en la copa de un árbol muy alto. No funcionaba el ascensor y tuvo que subir andando.
-      No me compré nada, lo eché en la “hucha”.
La mona madre, que había visto la escena anterior, le felicitó.
-      Sí, mono mío, sí; dar al que no tiene es echar el dinero que damos en una “hucha”. Lo que se da no se pierde.
Entonces se dieron cuenta sus padres de que el mono Quico era un mono muy sabio.
Nuestro Quico llegó a ser presidente de la selva y todos los animalitos le querían. Hasta los tigres y los cocodrilos lo adoraban.


EL ÁRBOL DE LOS FRUTOS

El árbol de todos los frutos







Cuentan que hace mucho tiempo existía un árbol gigantesco cuyas ramas llegaban hasta el cielo. El árbol era tan ancho como una montaña y se podía estar debajo de él sin mojarse mientras llovía. En ese tiempo no había tantos frutos  como ahora, pero aquel árbol era un árbol maravilloso y de sus ramas brotaban todos los frutos: piñas, melones, patillas, parchitas, nísperos, lechosas, cambures, guayabas, mangos y muchos más.
Los hombres de ese tiempo querían comer los frutos pero no alcanzaban porque estaban muy altos y, al madurar, caían y se rompían.
Los hombres buscaron escaleras para subir, pero no alcanzaron. Los hombres fabricaron varillas para tumbar los frutos, pero no alcanzaron. El árbol era muy alto.
Fue en ese tiempo cuando el jefe de los hombres dijo:
-      ¡Ahora tumbaremos el árbol!
Y de inmediato los hombres comenzaron a trabajar. Trabajaron día y noche con sus hachas, hasta que cortaron completamente el tronco.
Pero el árbol no cayó: las ramas estaban amarradas a las nubes.
Los hombres hablaron con Kadiio, la ardilla, y le propusieron subir al árbol para que cortara las ramas. Kadiio subió y cortó las ramas.
El árbol comenzó a caer haciendo mucho ruido. Al caer el árbol, los frutos se dispersaron por toda la Tierra y desde entonces hay tanta variedad de frutos.


EL CONEJITO GENEROSO

EL CONEJITO GENEROSO



Había una vez en un lugar una época de muchísima sequía y hambre para los animales. Un conejito muy pobre caminaba triste por el campo cuando se le apareció un mago que le entregó un saco con varias ramitas. “Son mágicas, y serán aún más mágicas si sabes usarlas”. El conejito se moría de hambre, pero decidió no morder las ramitas pensando en darles buen uso.
Al volver a casa, encontró una ovejita muy viejita y pobre que casi no podía caminar.
-       “Dame algo, por favor”, le dijo.
El conejito no tenía nada salvo las ramitas, pero como eran mágicas se resistía a dárselas. Sin embargo, recordó cómo sus padres le enseñaron desde pequeño a compartirlo todo, así que sacó una ramita del saco y se la dio a la oveja. Al instante, la rama brilló con mil colores, mostrando su magia. El conejito siguió contrariado y contento a la vez, pensando que había dejado escapar una ramita mágica, pero que la ovejita la necesitaba más que él.
Lo mismo le ocurrió con un pato ciego y con un gallo cojo, de forma que al llegar a su casa sólo le quedaba una de las ramitas.
Al llegar a casa, contó la historia y su encuentro con el mago a sus papás, que se mostraron muy orgullosos por su comportamiento. Y cuando iba a sacar la ramita, llegó su hermano pequeño, llorando por el hambre, y también se la dio a él.
En ese momento apareció el mago con gran estruendo, y preguntó al conejito:
-      ¿Dónde están las ramitas mágicas que te entregué? ¿Qué es lo que has hecho con ellas?
El conejito se asustó y comenzó a excusarse, pero el mago le cortó diciendo:
-      ¿No te dije que si las usabas bien serían mágicas? ¡Pues sal fuera y mira lo que has hecho!
Y el conejito salió temblando de su casa para descubrir que a partir de sus ramitas, ¡todos los campos de alrededor se habían convertido en una maravillosa granja llena de agua y comida para todos los animales!
Y el conejito se sintió muy contento por haber obrado bien, y porque la magia de su generosidad hubiera devuelto la alegría a todos.

CAPERUCITA ROJA

CAPERUCITA ROJA

Érase una vez una niña que siempre llevaba una capa con capucha de color rojo vivo, por lo que la llamaban Caperucita Roja.
Un día su madre le dio una cesta con comida para que se la llevara a su abuelita.
-      Ve a llevarle estas tortas y un tarro de miel a la abuelita que está enferma.
La abuelita vivía al otro lado del bosque, y la madre de Caperucita advirtió a la niña de que no se entretuviera por el camino.
Como hacía buen día, el bosque estaba lleno de mariposas, y en los árboles cantaban los pajarillos, por lo que la buena de Caperucita no siguió los consejos de su mamá y se detuvo a contemplar el canto de los pájaros.
De pronto el lobo se presentó ante la niña, fingiendo que pasaba por allí por casualidad, y le dijo:
-      Hola, pequeña, ¿cómo te llamas?
-      Caperucita Roja – contestó ella.
-      ¿Y a dónde vas con esta cesta?
-      Voy a casa de mi abuelita, que vive al otro lado del bosque y está enferma.
-      Te propongo un juego – dijo el lobo -. Tú vas por ese camino, y yo por ese otro, a ver quién llega antes a casa de tu abuelita.
-      De acuerdo – dijo Caperucita, y se fueron cada uno por su lado.

Pero el astuto lobo había escogido el camino más corto y llegó mucho antes. Llamó a la puerta de la casa de la abuela: POM POM, e imitando la voz de Caperucita se hizo pasar por ella.
-      Buenos días, abuelita, soy yo, tu nieta Caperucita.
-      Entra, hijita – dijo la anciana - ; la puerta está abierta.
Entonces el lobo entró en la casa y se abalanzó sobre la pobre abuelita, que saltó de la cama gritando aterrada, justo en el momento en que la fiera caía sobre ella, dispuesta a devorarla. Aunque era vieja y estaba enferma, la abuelita era una mujer valiente y decidida, y no estaba dispuesta a dejarse atrapar por el lobo tan fácilmente: Se defendió a escobazos del hambriento animal, y cuando se dio cuenta de que las fuerzas iban a abandonarla y no podría resistir más, corrió a encerrarse en un armario, donde no tardó en quedarse dormida.
-      Bah, no importa – dijo el lobo -. Esta vieja no era nada apetitosa. Será mucho más agradable comerse a Caperucita.
Temeroso de que la niña se le escapara igual que la abuela, el astuto lobo decidió tenderle una trampa. Hurgando en los cajones de la anciana encontró un camisón y un gorro de dormir, y se los puso. Luego corrió las cortinas para que en la habitación hubiera poca luz y se metió en la cama de la abuelita, tapándose hasta los ojos con las mantas.
Mientras esperaba, al lobo se le hacía la boca agua.
Entretanto, Caperucita, que había ido por el camino más largo, seguía entreteniéndose recogiendo flores y escuchando a los pájaros. Por fin llegó a casa de su abuelita y llamó a la puerta: POM POM.
-      Pasa, hijita, la puerta no está cerrada – dijo el lobo imitando la voz de la abuelita.
Caperucita entró en la casa y se acercó a la cama de su abuela. Como había poca luz, no se dio cuenta de que era el lobo y se sentó a su lado. Pero a medida que se iba acostumbrando a la oscuridad, la niña iba notando el extraño aspecto de su abuela.
-      Abuelita, qué orejas más grandes tienes – dijo.
-      Son para oírte mejor – dijo el lobo, disimulando la voz.
-      Abuelita, qué ojos tan grandes tienes.
-      Son para verte mejor.
-      Abuelita, qué…, qué dientes tan grandes tienes…
-      ¡Para comerte mejor! – gritó el  lobo y, saltando de la cama, se abalanzó sobre Caperucita con la boca abierta de par en par y los ojos brillantes como carbones encendidos.
-      ¡Socorro, abuelita! – gritaba la pobre niña huyendo del lobo.
La abuelita, que seguía encerrada en el armario, se despertó al oír los gritos de Caperucita y salió dispuesta a arriesgar su vida para salvarla. Ella también empezó a gritar socorro y a correr por toda la casa, pero poco podían hacer contra aquel lobo feroz.
Afortunadamente, pasaba por allí cerca un cazador, que al oír los gritos de Caperucita y la abuela acudió corriendo, justo en el momento en que el lobo se disponía a devorarlas. Al ver al cazador con su escopeta, el lobo huyó despavorido.
-      Caperucita, querida – exclamó la abuela -. ¡Precisamente hoy tenías que venir a visitarme! ¡Cualquiera diría que el lobo te estaba esperando!
-      Así es, abuelita – confesó la niña -. Me encontré con él en el bosque y pensé que quería jugar conmigo.
-      ¡Ay, Caperucita! ¿Cuántas veces te hemos dicho tu madre y yo que no te entretengas en el bosque ni te fíes de los desconocidos?
-      ¡Tienes razón, abuelita, no volveré a hacerlo nunca más!
Y la anciana y la niña se abrazaron temblando aún del susto.
Cuando volvió a su casa, Caperucita le contó lo ocurrido a su madre y prometió no volver a entretenerse en el bosque. En cuanto al lobo, nunca más volvió a aparecer por allí.
  Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.



martes, 30 de noviembre de 2010

LA SOPA ENCANTADA (CUENTO MÁGICO DE ALEMANIA)

LA SOPA ENCANTADA
CUENTO MÁGICO DE ALEMANIA
Hace mucho tiempo, en un viejo mercado de pueblo, vivía un pobre zapatero con su mujer y su hijo Hans. El niño siempre tenía una sonrisa en los labios y, cuando no ayudaba a su padre en el taller, le hacía compañía a su madre, que vendía las verduras que ella misma cultivaba en un puesto del mercado adoquinado.
Un día, una extraña anciana se detuvo ante el puesto. Tenía una mirada penetrante, la nariz larga y puntiaguda y la cara más arrugada que una ciruela pasa.
-      ¿Son frescas estas verduras? – preguntó con una voz ronca como la de un gato a medianoche.
-      Por supuesto – respondió Hans mientras la vieja revolvía las pilas ordenadas de zanahorias, patatas y cebollas.
La madre de Hans lo cogió de la manga y lo empujó suavemente hacia un costado.
-      Yo misma las he cogido esta mañana – le dijo alegremente a la vieja al tiempo que le ofrecía una manojo de zanahorias. No quería ofender a una posible clienta.
-      ¡Bah! – dijo la vieja con desdén -. ¡Mi burro encuentra zanahorias mejores que éstas justo al lado del camino! – Y soltó las zanahorias con desprecio.
Hans estaba furioso. Sabía que las hortalizas de su madre eran las mejores del mercado.
-      Son las mejores zanahorias que va a encontrar hoy aquí – gritó Hans enfadado -. Si no quiere comprarlas, lárguese.
-      Muy bien, caballerito, compraré las verduras de tu madre, pero me ayudarás a llevarlas a casa – dijo la anciana -. Vivo cerca del puente, al otro lado del río.
Hans cogió la cesta cargada y echó a andar detrás de la vieja. Atravesaron el mercado y anduvieron por el camino que daba al puente. Cruzaron el río. Hans se sorprendió al verse en una calle que no reconocía, a pesar de que conocía el pueblo como la palma de su mano. De repente, la mujer se detuvo delante de una casa oscura, abrió la puerta con una llave grande y pesada y empujó dentro a Hans con la cesta de verduras.
Para su sorpresa, Hans se encontró en un salón grande con alfombras exquisitamente tejidas sobre suelos de mármol y cortinas de terciopelo en las ventanas que daban a un jardín maravilloso. Las paredes estaban llenas de pinturas antiguas y una araña brillante iluminaba la estancia desde el techo. Mientras Hans miraba sorprendido a su alrededor, se abrió una puerta en un extremo del salón y apareció un cerdito rollizo con un delantal azul y blanco, que se apresuró hasta la chimenea para poner otro tronco en el fuego. Otro cerdo, también con un delantal azul y blanco, se acercó al momento a Hans y, haciendo una educada reverencia, cogió la cesta de verduras. También apareció un ganso blanco, con un tazón de sopa que colocó sobre la mesa, delante de Hans. El ganso llevaba una cinta roja alrededor del cuello, un delantal rojo y unos zapatos rojos muy pequeños.
-      Tienes que probar mi sopa antes de volver con tu madre –dijo la vieja -. Es deliciosa… Verás por qué he insistido en que las verduras fueran frescas.
Hans no tenía hambre, pero pensó que era mejor complacer a la anciana y también tenía curiosidad de ver si volvían a aparecer los cerdos y el ganso. Tomó una cucharada de sopa y después otra. Nunca había probado algo tan delicioso, así que se tomó todo el tazón casi sin respirar. La mujer lo miraba fijamente y, cuando acabó, lanzó una carcajada. Hans, aterrorizado, vio que empezaba a encogerse, cada vez más, hasta que acabó del tamaño de la cuchara. El pequeño niño saltó del taburete y la vieja lo persiguió hasta la cocina, donde cerró la puerta de un portazo.
Los dos cerdos y el ganso se le acercaron y le dijeron que a ellos les había pasado lo mismo. Uno de los cerdos era carnicero y le había llevado carne a la vieja hasta su casa. El otro, era el cocinero del palacio real. El pobre ganso era nada menos que la princesa desaparecida del palacio hacía meses.
Hans les prometió que haría todo lo que estuviese en sus manos por liberarlos del terrible maleficio de la vieja. Él, por lo menos, seguía con su aspecto humano. La princesa ganso le dijo que la sopa mágica de la vieja estaba hecha con una hierba que crecía en un rincón húmedo del jardín.


Durante días, Hans observó y esperó. Luego, esperó y observó un poco más. Un día, por fin, la vieja dejó la puerta lo suficientemente entreabierta para que él se escurriera por el jardín mientras ella miraba hacia otra parte. Encontró la hierba, recogió deprisa un ramillete y, cogiéndolo con fuerza en la mano, emprendió el camino de regreso al pueblo.
Era un viaje peligroso para alguien tan pequeño. Varias veces estuvieron a punto de pisarlo y, en una ocasión, un perro lo arrinconó a ladridos. Pero se las arregló para cruzar el puente y llegar al mercado. Su madre lanzó un chillido cuando vio a su hijo tan diminuto, pero Hans se las ingenió para calmarla y le contó toda la historia. La madre se lo metió en el bolsillo del delantal para protegerlo y fue en busca de su marido.
-      Debemos llevar a nuestro hijo inmediatamente al palacio – dijo el zapatero -. He oído que la reina está muy mal desde la desaparición de la princesa. ¡Se alegrará de oír la buena nueva!
Así pues, el matrimonio se puso en camino con Hans en el bolsillo del delantal de su madre. Por supuesto que nadie les creyó la historia cuando llegaron al palacio, y los guardias empezaban a mirarlos mal cuando apareció el doctor real.
-      ¿Qué es todo este revuelo? – preguntó -. La reina necesita silencio absoluto.
El zapatero lo oyó y lo llamó frenéticamente con la mano.
-      ¡Señor! ¡Señor! ¡Creo que puedo ayudaros! ¡O, mejor dicho, mi hijo!
Por suerte, el doctor ya no sabía qué hacer para curar a la reina, así que estaba dispuesto a aferrarse a cualquier cosa. Levantó las cejas mientras escuchaba la historia del zapatero, y, cuando vio a Hans, las levantó aún más. Sin perder tiempo, mandaron a buscar el carruaje real, y el doctor, el rey (que había aparecido para ver qué era todo aquel revuelo), el zapatero, su mujer y Hans se precipitaron por las estrechas callejuelas hasta cruzar el puente. Pero sólo Hans podía ver el camino que llevaba a casa de la anciana.
-      Es evidente que aquí hay un hechizo muy fuerte – murmuró el doctor.
Cuando por fin llegaron a la puerta de la casa alta y oscura, la madre de Hans abrió la puerta con cuidado. ¡Allí estaban los cerdos, la princesa ganso y la vieja! Ésta lanzó un chillido y dio un paso adelante para coger a Hans, pero el niño corrió entre sus pies y tocó uno de ellos con la hierba. Hubo un gran rayo de luz verde, una nube enorme de humo negro y un hedor espantoso… y la vieja desapareció completamente y nunca más nadie volvió a verla.
Hans tocó entonces a los cerdos con la hierba mágica. Apareció un rollizo cocinero con gorro y todo, y la cara delgada del carnicero con un delantal a rayas azules y blancas. A continuación Hans tocó al ganso blanco y allí estaba la princesa, vestida de blanco con rosas rojas en el cabello. Por último, la princesa agitó su varita mágica sobre el pequeño Hans y él también recuperó su aspecto de siempre.
Todos se apretujaron en el carruaje real y volvieron deprisa al palacio. La reina, en cuanto vio a la princesa, saltó de la cama y bailó por la habitación encantada de la vida. El rey convidó a toda la ciudad a un enorme banquete. El cocinero tuvo mucho trabajo y, por supuesto, el carnicero y la esposa del zapatero se encargaron de suministrar la carne y las verduras.